sábado, 29 de octubre de 2022

Buenas intenciones (Diario de guerra XVIII)

Tras visitar Polonia y Suecia, estoy de vuelta en Kiev y por fin me encuentro bien para terminar la historia de mi viaje con los médicos a Mariupol en mayo, en el que se suponía que íbamos a evacuar heridos. He tenido que hacer una larga pausa en mis escritos para recuperarme de un resfriado repentino. El casi insoportable dolor de garganta y la tos que no paraba, me demostraron la fragilidad del cuerpo humano y lo que influye en el estado mental y la energía vital.


Esta experiencia me llenó una vez más de un gran respeto por los soldados ucranianos que soportan un dolor mucho más terrible cuando son heridos. Incluso si no lo son: imagina lo que es pillar un resfriado viviendo en una trinchera bajo constantes bombardeos. Agradezco no estar en una trinchera, tanto más que, incapaz de concentrarme en nada que no sea mi tos, sólo sería una carga para la gente a mi alrededor. Pero volvamos a mi viaje en mayo.


Antes de dejar Luiv, a cada ambulancia se le asignó un número y un walkie-talkie. Teníamos además un walkie propio para comunicarnos entre nuestros dos coches. Cuando se montó el convoy y nos pusieron en cabeza, un colega con más experiencia me enseñó a usar el walkie-talkie. Fue una gran idea porque unos minutos después resultó que yo estaba a cargo de la operativa de nuestros walkies. Uno de mis colegas estaba ocupado conduciendo y el otro dormía en la parte trasera del coche. Además de eso, recibíamos las instrucciones para el viaje en ucraniano, y teníamos que responder a las preguntas en ucraniano. Fue la más rápida y absurda traducción simultánea que he hecho nunca, porque la hacía entre dos walkie-talkies a la vez que intercambiaba mensajes “internos” con nuestros tres compañeros en el otro coche.


A causa de esto, y de la incapacidad técnica de nuestro coche para ir a la velocidad que nos pedían, las primeras horas fueron bastante estresantes. En un momento determinado, perdimos de vista al coche que iba delante de nosotros. Eso convenció finalmente al jefe del convoy de que no es que no nos apeteciera ir a la velocidad que nos requerían, sino que nuestro coche no llegaba a esa velocidad, al contrario que las manejables ambulancias ucranianas. El jefe decidió separar nuestros coches del convoy y poner otro coche que nos mostrara el camino. Después de eso, todo el viaje fue mucho más fácil, incluso empezamos a recibir los mensajes en inglés, así que yo no tenía que traducir. De vez en cuando alcanzábamos al resto del convoy en las gasolineras, ya que repostar 30 coches llegados de golpe requiere algo de tiempo.


El coordinador del viaje estaba relajado y haciendo chistes pese al desafío que supone coordinar tantos coches y tantas personas. Mis colegas extranjeros le conocían de anteriores evacuaciones en Luiv, y no paraban de expresar su admiración por él. Parecía imposible plantearle un reto difícil o estresarle, continuaba sonriendo y haciendo comentarios irónicos. Como ucraniana me sentía muy orgullosa de él y de la impresión que causaba a mis colegas. Muchos ucranianos, incluida yo misma hasta hace poco, tenemos una especie de complejo de inferioridad cuando interactuamos con extranjeros. Quizá sea adoración por todo lo que llega de países extranjeros, o la creencia de que la vida es perfecta en países como Francia, Italia, Alemania, etc. En ese momento, un ucraniano estaba siendo el perfecto ejemplo de como organizar las cosas y era maravilloso ver lo bien que se las apañaba, contrariamente al tópico de que a los ucranianos nos tienen que enseñar los extranjeros a hacer las cosas. Y para reforzar esa impresión, el médico coordinador trajo comida para llevar para nuestro equipo “extranjero” en la gasolinera, y no aceptó un “no” por respuesta (sé que toda la misión estaba financiada por donaciones internacionales, pero me encanta la idea de que un ucraniano invite a comer a un grupo de extranjeros) Las gasolineras en las que parábamos a repostar me parecían surrealistas, en especial por el contraste entre su gran surtido de alimentos, desde deliciosos croissants a bebidas vitaminadas, y la sensación de mis amigos de estar en un país en guerra.


Continuamos nuestro recorrido, veíamos árboles cubiertos de sus primeras y tiernas hojas, y campos de cereal amarillos, que en combinación con el cielo azul parecían representar la bandera de Ucrania. Pasamos la noche sin dormir, pero yo no quería dormir. Ya casi no volvimos a usar los walkies, así que tuve tiempo para sumergirme en mis pensamientos. ¿Llegaríamos a Mariupol? Si llegábamos ¿qué nos encontraríamos allí? ¿Íbamos a ver todo devastado y en ruinas? ¿Íbamos a recoger a todos los heridos que se pudiera en nuestros coches, tal y como habían dicho mis colegas en la reunión previa? ¿Qué pasaría si no había sitio para mí en el coche y tenían que dejarme allí? ¿Cómo conseguiría ponerme a salvo? ¿Habría gente sangrando y con mutilaciones? ¿Estarían traumatizados? ¿Nos hablarían? ¿Cómo me iba a dirigir a una persona traumatizada? ¿Quedaría yo misma traumatizada después de este viaje? ¿Debería leer algún manual de primeros auxilios por si acaso mis compañeros tenían que dejarme en alguna zona peligrosa para que en el coche se pudiera trasladar a más heridos? Pero los ojos se me cerraban y me dormí durante 30 minutos.


No había casi nada claro. Me faltaba conocer muchos detalles del viaje, y no quería molestar con preguntas a nuestro jefe de equipo que iba en el otro coche, y más cuando estaba segura de que nos darían en cada momento la información que necesitáramos. Estábamos a punto de llegar a Zaporiyia. Me pregunté otra vez si estaba asumiendo demasiados riesgos en este viaje, y si realmente debería ir de Zaporiyia a Mariupol, en caso de que decidiéramos ir al destino final.


Abrí facebook en mi teléfono y lo primero que vi fue un post que hablaba de la muerte de un fotógrafo de mi grupo de danza. Era la primera muerte de alguien que conocía, aunque no le conociera mucho. Esa noticia me hizo estar segura, supe que hacía lo correcto y de verdad esperaba llegar a Mariupol y no tener que dar la vuelta por no tener garantizada nuestra seguridad. Mis ojos se llenaron de lágrimas. No podía creer que mi amigo hubiera muerto, pero supe que iba a morir desde el momento en que leí un post suyo en febrero, en el que decía que se había alistado en el ejército como voluntario. Lo presentía, aunque tenía la esperanza de que mi “sexto sentido” se equivocara. Hacía sólo dos días, yo había enviado una donación a su unidad para comprar un coche y él escribió en el chat de nuestro grupo que estaba enviando armas a los chicos entrenados en la OTAN, y que las botas que le habían dado eran bastante malas. Cuando le ofrecimos enviarle unas botas mejores, nos respondió que sus compañeros de clase le habían enviado unas mejores, pero que no quería estropearlas con el barro. Así que esperaría a que mejorara el tiempo para ponerse las botas buenas.


Miré el soleado paisaje primaveral por la ventana del coche  y me recordé a mí misma que el objetivo del viaje no tenía nada que ver con paisajes primaverales. Entonces, ¿a dónde nos dirigíamos? Estábamos yendo a Mariupol a evacuar a los heridos. Aún no sabíamos si era gente de la misma ciudad o de la asediada Asovstal, pero ¿realmente importaba? Gente de diferentes partes de Ucrania (entre la plantilla de las ambulancias había gente de Chernivtsi, Odessa, Luiv… ) y  gente de fuera de Ucrania se dirigían juntos a Mariupol para ayudar a rescatar a otras personas. Ese pensamiento me hizo saltar las lágrimas ¿No es así como debería funcionar la solidaridad internacional y la política? ¿Acaso la humanidad no trata de eso? En vez de expresar simpatía y solidaridad con palabras, la gente viene a salvar a otra gente y para ello son capaces de llegar hasta el mismo infierno. Yo sentía una profunda gratitud hacia los doctores extranjeros que se habían embarcado en este viaje sin preguntar nada y sin tener la más mínima duda acerca de si estaban haciendo lo correcto.


Cuanto más avanzábamos hacia el este, más esperaba ver casas en ruinas y árboles quemados. Pero no había nada de eso, sólo la bella naturaleza ucraniana. Justo antes de Zaporiyia, el guía de nuestro convoy se perdió. Por eso llegamos a la ciudad de Dnipro más tarde que el resto de los coches. Para no hacerles esperar, encendimos las sirenas y nos lanzamos atravesando la ciudad, mientras todos los vehículos y peatones nos cedían el paso. Mi corazón daba saltos de emoción y repentino amor por esta ciudad fronteriza que me estaba sorprendiendo muy gratamente con su elegante arquitectura, su belleza y la vivacidad y el brillo de sus calles. Nunca antes había estado en Zaporiyia


Después de aparcar nuestros coches junto a docenas de otras ambulancias, nuestro jefe nos reunió cerca de uno de los coches y nos dijo que tal y como nos temíamos, no podíamos avanzar más. No nos dieron más detalles, excepto que la seguridad no estaba garantizada y no se sabía cuándo sería posible realizar la evacuación. Se suponía que todos los trabajadores de las ambulancias ucranianas se quedarían en Zaporiyia esperando órdenes. Eso podrían ser semanas. Nosotros no podíamos hacer lo mismo. Además, los extranjeros no estaban autorizados a entrar en Mariupol, sin excepciones. Por eso no podíamos organizar una misión alternativa. Así que el plan era dormir un poco y retroceder 1000 kilómetros hasta Luiv. Todo el mundo estaba decepcionado con las noticias, pero la advertencia previa que nos habían dado en Luiv, de que esto podría terminar así, evitó que nos frustráramos aún más.


Sintiéndonos casi avergonzados por tener que abandonar a todos esos valientes de uniforme rojo, volvimos al edificio donde se suponía que teníamos que quedarnos. Nunca he visto tantas ambulancias ni tantos trabajadores de ambulancia en el mismo sitio. Yo no llevaba uniforme, pero de alguna manera era uno de ellos y fue duro aceptar que no por mucho tiempo. Era un honor estar entre esa gente. Muchos hombres fumaban junto al edificio. Mi colega se preguntaba cuántos cigarrillos fumarían mientras esperaban, hasta que se recibiera la orden de partir en dirección a Mariupol para realizar la evacuación.


Cuando entramos en el edificio, parecía que hubiéramos entrado en uno de los países que visitó Gulliver: todo, desde los grifos hasta los lavabos, sillas y mesas, era diminuto. Las paredes estaban decoradas con dibujos de soles y nubes. Andando por los largos pasillos se podían ver cintas y flores en algunas de las habitaciones. Entonces nos dijeron que era una guardería. Unas amables mujeres prepararon cena para todos, y comimos sopa y bebimos chocolate (que tenía el mismo sabor que en mis años de colegiala) sentados en sillas y mesas diminutas. Seguíamos perplejos por que nuestro viaje hubiera terminado así, pero también gratamente sorprendidos por la cálida bienvenida.


No quisimos preguntar si había colchones, como si dormir incómodos compensara el hecho de que no podríamos quedarnos para dar nuestro apoyo a esa maravillosa gente. No habíamos tenido tiempo en Luiv para coger nuestros sacos de dormir del almacén antes de unirnos al convoy, así que teníamos que dormir literalmente en el suelo. Pero antes de dormir, decidimos dar un pequeño paseo alrededor del bloque de edificios.

(continuará)



WAR DIARY 18 GOOD INTENTIONS
After visiting Poland and Sweden, I am back in Kyiv and finally in good health to finish the story about my trip with doctors to Mariupol in May, from where we were supposed to evacuate injured people. I had to take a longer pause from writing in order to recover from a sudden cold. My almost intolerable sore throat and seemingly unstoppable cough plastically demonstrated to me the fragility of human body and its influence on mental condition and life energy. This experience filled me once again with immense respect to Ukrainian soldiers who endure much more horrible pain when being injured. Even if not injured: imagine catching cold while living in a trench under constant shelling. I really appreciated not being in a trench, all the more that unable to focus on anything except my abnormal cough, I would only be a burden to people around me. But now back to my trip in May.
Before leaving Lviv, each ambulance car was given a number and a walkie-talkie. We had another walkie-talkie of our own to communicate between our two cars. While the convoy was built and as we were put at its head, I had several minutes to get instructed by my more experienced colleague how to use a walkie-talkie. Getting instructed on this was indeed a bright idea, because some minutes later it turned out that I was in charge of operating our walkie-talkies. One of my colleagues was busy driving and the other was sleeping in the back of the car. Apart from that, we got trip instructions from the head of convoy in Ukrainian and had to give answers to several questions in Ukrainian. It was the quickest and weirdest simultaneous interpretation I had ever done, because I was doing it switching between two walkie-talkies and exchanging additional “internal” messages with our three colleagues in another car.
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Because of this and technical inability of our car to drive the asked speed, the first hours of our trip were quite stressful. At some point, we lost sight of the car before us. That was the argument that finally convinced the convoy head that we were not reluctant to drive the asked speed, but our car was actually incapable of reaching that speed, contrary to maneuverable Ukrainian ambulance cars. The head of the convoy decided to build a separate convoy out of our two cars and a car who showed us the way. Afterwards, the trip got much easier, we even got further messages in English, so I didn’t have to interpret. From time to time we caught up with the rest of the convoy at petrol stations as refuelling 30 cars took quite some time.
The trip coordinator was relaxed and cracking jokes despite of his rather challenging mission to coordinate so many cars and people. My foreign colleagues knew him from previous medical evacuations in Lviv and regularly expressed their admiration for this man. It seemed impossible to challenge or stress him with anything: he would continue smiling and giving ironic remarks. I was so proud of him as Ukrainian and about the impression he made on my colleagues. Many Ukrainians, including myself until recently, have a kind of inferiority complex when interacting with foreigners. One can experience it as adoration for everything what comes from foreign countries or belief that life is perfect in countries like France, Italy, Germany, etc. In that moment, a Ukrainian showed a perfect example how one should organize things and it was wonderful to experience this autonomy, having in mind typical perception of Ukrainians as receivers of knowledge transfers from abroad. As if to reinforce that impression, the coordinating doctor also bought take-away-meals for our ‘foreign’ team at the petrol station and accepted no rejections (I do realize that the whole mission could have been financed by international donations, but the idea of a Ukrainian inviting a group of foreigners to have a meal looks appealing to me). Petrol stations we stopped at for refuelling made also a surreal impression, especially through the richness of their assortment reaching from delicious croissants to vitamin drinks colliding with the perception of my friends of being in a country in war.
We drove further passing trees covered with juicy first leaves and yellow raps fields presenting in combination with the blue clear sky the Ukrainian flag. The sleepless night passed, but I didn’t want to sleep. We almost did not use walkie-talkies any more, so I had time to dive into my thoughts. Will we go to Mariupol? If we go, what will we see there? Are we going to see horrible devastation and ruins? Are we going to pack as many injured people as possible in our cars as I heard from my colleague’s briefing before? What if there won’t be place for me in the car and they will have to leave me there? How do I get back to a safe place? Will people be bleeding and missing body parts? Will they be psychologically traumatized? Will they speak to us? How do I address a traumatized person? Will I be psychologically traumatized after this trip? Should I read some first aid manual now in case my colleagues will have to leave me somewhere in a dangerous zone in order to put more injured patients into the car? But my eyes closed and I fell asleep for some 30 minutes.
Much was still unclear. I also did not have any other details about the trip and I didn’t want to bother with questions our team lead who was in another car, all the more that I trusted that we get the information we need to know at the right moment. Now I just knew that we had to arrive to Zaporizhzhya. I asked myself again if I put myself at big risk with this trip and if I should go from Zaporizhzhya to Mariupol, should we indeed decide to go to the final destination.
I opened Facebook on my smartphone and the first thing I saw was a post about the death of a photographer from my dance community. It was the first death of a person I knew, although not very closely. Sure, I was doing the right thing and I really hoped that we would go to Mariupol and not just go back because of the absence of some security guarantees. My eyes filled with tears. I couldn’t believe he died, although I knew he would die the very moment I read his February post in Facebook that he voluntarily signed up for the Ukrainian army. I just felt it all the time and was hoping that my ‘sixth sense’ was wrong. Only two days ago I sent a donation for a car for his unit. Only two days ago he wrote in our dance community chat that he was envying those guys being trained on NATO weapons and that the boots he got were of bad quality. When we offered him to send better boots, he answered that he actually had received good boots from his classmates, but didn’t want to spoil them with mud. So he waited for better weather to start wearing the good boots.
I watched the sunny spring landscapes in the car window and reminded myself about the goal of the trip which was not about sunny spring landscapes. So where were we going again? We were going to Mariupol to evacuate the injured. We didn’t know yet, if it was about people from the city itself or from the encircled Asovstal, but did it really matter? People from different regions of Ukraine (among the ambulances’ staff there were people from Chernivtsi, Odessa, Lviv…) and foreigners were heading all together to Mariupol to help to save people. This thought moved me to tears. Isn’t it how international solidarity and politics should work? Isn’t it what humanity is about? Instead of expressing sympathy and solidarity in words, people come to save people and go to save them to the very hell. I felt deep gratitude to foreign doctors who embarked on this trip without asking any questions and without having the slightest doubt about doing the right thing.
The more into the east we got, the more I expected to see some ruined houses or burnt trees. But there was nothing of the kind, just beautiful Ukrainian nature. Shortly before Zaporizhzhya, our convoy guide lost his way. That is why we arrived in the city later than the rest of cars. Not to make them wait, we turned on sirens and rushed through the city while all the vehicles and people stopped to make us pass. My heart was jumping from excitement and sudden love to this city close to the frontline which deeply surprised me with its architectural elegance, beauty of Dnipro and vividness of bright streets. I had never been to Zaporizhzhya before.
After we parked our cars among dozens of other ambulance cars, our team lead gathered us near one of the cars and told us that as feared, we could not go further. We didn’t get any details except that it was not known, when the evacuation would be possible and security guaranties were not in place. All the Ukrainian ambulance workers were supposed to stay in Zaporizhzhya until further order. That might mean weeks. We couldn’t do the same. Apart from that, foreigners were not allowed to enter Mariupol and there was no way around it. That is why we could not organize any alternative mission. So the plan was to sleep and ride 1000 km back to Lviv. Everybody was disappointed with the news, but the early warning in Lviv, that it might end like this, prevented deep frustration.
Feeling almost ashamed, that we were going to leave these brave people in red uniform, we made our way to the building where we were supposed to stay. I have never seen so many ambulance workers and cars in one place. I didn’t wear any uniform, but in a way I was one of them and it was hard to accept that not for long. It was an honour to be among these people. Many men were smoking before the building. My colleague wondered, how many cigarettes they would smoke waiting, until they get an order to leave in the direction of Mariupol to do the evacuation.
After we entered the building, we seemed to enter one of the countries Gulliver visited: everything from water taps through toilets to tables and chairs was tiny. The walls were decorated with drawings of sun and clouds. When passing through long corridors, one could see ribbons and flowers in several rooms. Then we got to know that it was a kindergarten. Friendly women prepared dinner for everybody and we ate soup and drank cacao (which tasted like in my school time) sitting on tiny chairs at tiny tables. We were still perplexed by the fact that our trip had come to its end, but also overwhelmed with the warm welcome.
We didn’t want to ask for mattresses, as if sleeping without comfort would compensate the fact that we were not going to support these nice people any more. We hadn’t have time in Lviv to take our sleeping bags from the storage place before joining the convoy, so we had to sleep literally on the floor. But before sleeping, we decided to go for a little walk around the building block.
(to be continued)

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