miércoles, 9 de marzo de 2022

El agua, el pescado, el salmón (Canadá salvaje IV)


Gastronomía canadiense


Recién aterrizada y reunida ya con el resto del grupo, un conductor nos lleva hasta el hotel en Toronto y durante el trayecto nos da un sabio consejo: disfrutad de la comida canadiense, no me vayáis a comer al MacDonalds por el amor de Dios. Es un consejo que yo suelo seguir al pie de la letra aunque nadie me lo dé, pero en Canadá es imprescindible, aquí se crían unas carnes y unos pescados que no se ven ni se comen en otra parte del mundo.


Más de la mitad de este país es agua dulce entre ríos y lagos, así que los salmones silvestres son una de las mejores delicias para osos y humanos. El salmón salvaje canadiense tiene una carne de color más claro que el que comemos en Europa, es menos brillante, se derrite en la boca y tiene un sabor suave y exquisito. Además lo suelen cocinar con alguna salsa y acompañado de patatas con mantequilla y verduras, lo mejor de lo mejor.



Comiendo búfalo

Además de comer en varias ocasiones langostas, deliciosas y en el menú del día, tuve ocasión de degustar un delicioso plato compuesto por carne de búfalo, puré de zanahoria y compota de arándanos. La carne guisada en una salsa oscura recordaba a la carrillera, de sabor fuerte y muy tierna, a la vez que los arándanos le daban un toque de lo más original, y muy canadiense.


Otra noche me fui a cenar sola en Otawa. El guía nos había recomendado dos restaurantes, uno de carne y otro de pescado, y yo elegí el de pescado que se encontraba más cerca del hotel y siendo de noche me apetecía más que la carne. Cuando me trajeron la carta fue gracioso, porque al estar en inglés no conocía casi ningún pescado, así que tiré de google translate… y me quedé igual que estaba. El problema no es que estuviera en inglés, es que ninguno de esos pescados se comen en España y los nombres en español tampoco me sonaban de nada, así no había otra que arriesgarse. Y acerté, comí una especie de trucha blanca acompañada de un vinito canadiense, una delicia. Luego disfruté de un paseo en la fresca y limpia noche de Otawa, la ciudad que más me gustó de toda Canadá.



Langosta de primero

Desayunar fresas es un lujo que pocas veces me puedo permitir, más que nada por pereza de ponerme a limpiar y cortar fresas recién levantada, pero la verdad es que me encanta y en los hoteles canadienses suele haber fresas en el desayuno, así que no me he privado de ellas ni un solo día. Pero no, no penséis que todo ha sido comida sana, porque los crepes con mantequilla de arce también suelen estar disponibles y tampoco les he hecho ascos, por no hablar de las tortitas recién hechas. En fin, que aquí se come de categoría, y con alto valor calórico para hacer frente al duro invierno. Eso lo pude constatar en nuestro almuerzo de leñadores, nos llevaron a una típica cabaña donde se alojaban los leñadores en temporada de trabajo, y el almuerzo os lo podéis imaginar… pero por si alguien no se lo imagina, aquí está el menú:


-sopa de legumbres

-jamón asado

-patatas al horno

-pastel de carne

-torreznos

-flan salado

-tarta de arándanos



Tortitas con sirope,
 y un poco de fruta para disimular

y lo mejor de todo, como acompañamiento durante toda la comida, vamos, lo que aquí en España te ponen unos cacahuetes y unas olivas, allí era pan aliñado con sirope de arce. Sí, con esa miel espesa y tremendamente dulce, por si se quedaba el menú corto de calorías. Así cortaban luego los árboles con ese frenesí, no sé si con la invención de la sierra eléctrica cambiarían el menú o qué.


Y para terminar hablemos de las poutine, que no son señoritas de vida alegre como por su nombre podrían parecer, sino patatas fritas, pero que allí se toman estilo pizza. Es decir, te pides el plato de poutine, eliges una salsa y uno o varios acompañantes y te sirven una fuente enorme de patatas fritas, aderezadas con lo que hayas pedido, por ejemplo salsa de setas, bacon, pimientos y brocoli. Algo así.





Pequeña aldea


Las lenguas indígenas canadienses nos proporcionan algún que otro nombre que hoy resulta de lo más curioso, como por ejemplo el propio Canadá que significa “pequeña aldea”. Sí, un país de 10 millones de km cuadrados, que se dice pronto. También tenemos Saguenay, “donde sale el agua”; Chicoutimi, “las aguas profundas” y Quebec, “la parte estrecha del río” ya que que “sólo” mide 800 metros de ancho en la ciudad, y la parte ancha, la desembocadura, llega a medir 40 kilómetros. Pequeña aldea, pero a lo grande.


Éste es un país rebosante de agua dulce, lleno de lagos y riachuelos casi siempre helados, pero que en verano te dan la oportunidad de hacer un recorrido en barca por las mil islas de Rockport, que en realidad son más de 3000. Algunas son diminutas pero la gente edifica allí sus casas, o sea, una casa que ocupa casi toda una isla, con un embarcadero en la puerta para salir a hacer la compra en barca. Yo me quiero ir a vivir ahí. Por cierto de Rockport, el puerto de las mil islas que vivía de la pesca hasta que llegó el turismo, se dice que ha pasado de ser un pueblo de pescadores con problemas de bebida a un pueblo de bebedores con problemas de pesca. No conocí a ningún pescador ni a ningún bebedor la mañana que estuvimos allí, pero creo que me habría encantado.


Una casita en las mil islas

Entre las experiencias acuáticas que se viven en Canadá, no puede faltar la visita a las cataratas del Niágara. El río Niágara es la frontera entre EEUU y Canadá, y en las cataratas, sus aguas se llenan de visitantes provenientes de ambos lados. Para que no haya confusiones y para que los turistas no se mojen una vez dentro, en la parte canadiense te dan un impermeable rojo, y en la parte estadounidense un impermeable azul, lo que hace que desde arriba se vean los barcos llenos de pitufos, cada barco de su color. Así se aseguran de que nadie cruce la frontera ilegalmente.


Las cataratas son impresionantes y el barco se acerca muchísimo. Yo decido no hacer fotos ni video y disfrutar de la experiencia y hago bien, porque una vez que el barco se mete en la catarata lo envuelve todo una niebla húmeda y no se ve absolutamente nada. Rodeada de turistas móvil en mano, yo disfruto de sentirme parte de toda esa agua, como si fuera una gota más. Hace muchos años, cuando tocaba en la banda de mi pueblo, interpretamos el Tannhausser de Wagner y tuve exactamente la misma sensación, estar metida dentro de algo que me rodea y me absorbe completamente, aunque en aquel caso era música. Música, agua, qué más da.


La catarata grande del Niágara, vista desde la torre cercana

El guía nos recomienda que bajemos otra vez de noche a ver las cataratas iluminadas con luces de colores, pero sólo hasta cierta hora, porque luego las apagan. Y una piensa que lo que apagan son las luces pero no, lo que apagan son las cataratas. Por la noche, unos diques desvían el agua para hacerla llegar a las poblaciones vecinas. Una gran idea para aprovechar el agua dulce, pero un poco decepcionante para quienes hemos creído sentir unas horas antes todo el poder de la inmensa e indomable naturaleza.


Junto a las cataratas, hay una pequeña ciudad creada exclusivamente para el turismo, llena de restaurantes, hoteles y locales de ocio en general. Pelín artificial para mi gusto, la verdad, pero en ella pude visitar también una antigua farmacia, una botica donde venden hierbas, remedios caseros, jabones artesanos y esas cosas. El boticario era un hombre mayor, en consonancia con la tienda, y estuvimos un buen rato conversando, hablando de los remedios medicinales que usaban los nativos, y como se han adaptado y conviven con la medicina occidental que llegó de Europa. 


En el río Picauba tuvimos una experiencia casi mística, de las que a mí me gustan. Para llegar allí hay unos 100 km de autopista, unos 20 de carretera rural completamente desierta y unos 15 minutos andando, vamos, que está como se suele decir en el culo del mundo. Pero allí llegamos el grupo de intrépidos y después del paseo por el bosque y de probar la trampa para osos, nos dimos una vuelta en canoa. Pocas veces he sentido una sensación de absoluta soledad tan agradable. Íbamos todos en una canoa grande, en la proa el guía y yo, y en la popa la guía que nos acompañaba en esa excursión y que nos hacía de timonel. Todos teníamos una pala para remar, y al ir sentados por parejas uno remaba por babor y otro por estribor. Yo al empezar, intenté sincronizar mis movimientos con el guía, mi pareja de asiento, pero el tío llevaba unos bríos que no había quien le siguiera en la cuestión rematoria sin perder el aliento en pocos minutos, así que decidí ir a mi aire y coger mi propia velocidad de crucero, un ritmo que pudiera mantener durante toda la excursión sin agotarme. Lo conseguí y eso me permitió disfrutar a tope de la experiencia. Qué soledad, qué maravilla. Sólo se oía el ruido del agua y de los pajaritos, ningún coche en kilómetros a la redonda, una sensación de recargarte las pilas a tope, me hubiera quedado allí a vivir. Y eso mismo debió pensar algún castor, porque estos maestros de la arquitectura silvestre construyen allí sus casas, en las orillas de los ríos. Sus casas son auténticos edificios donde viven familias de castores, y el río les proporciona alimento y refugio. El castor es el animal representativo de Canadá, debido a su fuerza y perseverancia.



Escudo de Canadá

Otra de las excursiones que hicimos fue en barco para ver ballenas. Las vimos, vaya que si las vimos. Las ballenas suelen adentrarse en la bahía para comer, y si es buena época hay bastantes. La gente en el barco está expectante, y cuando aparece la primera ballena y alguien da la voz de alarma, todo el mundo se apelotona en las ventanas a ese lado para verla bien; el truco es, en ese momento, ir al otro lado y coger un buen asiento junto a la ventana porque te vas a hartar de ver ballenas, que aparecen a ambos lados. Mi desagrado a las multitudes apelotonadas me permitió descubrirlo.


Por si había alguna duda de lo importante que es el agua en este país, en su escudo de armas aparece una cinta con la leyenda “A mari usque ad mare”, de mar a mar.




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